Roberto Tejela :: El paseo millonario

­­­­­Improvisa :: Ocio :: Roberto Tejela :: El Paseo millonario­­­­­Me ha llegado la noticia de la publicación de el libro de un ami­go.

­Escrito por Roberto Tejela, natural de Madrid en 1953. Piloto y viajero infatigable, amplió sus estudios en numerosos países de Asia y Sudamérica. Vivió en Bogotá de 1982 a 1984. En 2007 publicó su primera novela, El narco consorte (Lengua de Trapo). El paseo millonario es su segunda novela.

Un paseo millonario, nombre coloquial colombiano del secuestro exprés, se convertirá en un inusual secuestro de larga duración cuando Jaime Ariza, un empresario español, se vea encadenado a la pata de una cama y recluido en una habitación de ventanas tapiadas en un barrio de Bogotá. Yerma, su principal secuestradora, tiene un proyecto más ambicioso: cobrar el rescate y, al tiempo, quedarse embarazada de su víctima. Para lograrlo, esta seductora mujer de excepcional inteligencia y sangre fría intentará manipular y seducir no sólo a Jaime, sino también a su íntima amiga Nuria, que hará lo que sea necesario para conseguir la libertad de éste.

Os dejo con una pequeña lectura de El paseo Millonario

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­Jueves 10 de mayo

Bogotá

La tarde en que lo iban a secuestrar, Jaime Ariza, durante una breve siesta en la habitación del hotel, sueña que camina ­por la pasarela de embarque de un aeropuerto pero no consigue llegar a la puerta del avión. Cuando se despierta mira su reloj de pulsera y ve que son las cuatro y diez. La reunión con el General es a las cinco menos cuarto y pega un bote en la butaca.
Cinco pisos más abajo Orlando, sin apartar la vista de la puerta del hotel, se entretiene en seguirle el ritmo a Tito Puente tamborileando en el volante del taxi. Detrás de él están Yerma y Genaro en un viejo Mazda de color azul. Llevan tres horas juntos y no se han dirigido la palabra; se odian y cuando están solos procuran hacerlo en silencio. Genaro se rasca el parpado derecho, se lo vuelve a rascar con más energía y hace una mueca de fastidio, se saca el ojo y lo deja sobre el salpicadero.
A Yerma le repugna verlo hacer eso y desvía la mirada hacia su derecha. Las nubes que vienen por el Este presagian otra tarde de lluvia y eso es bueno para el negocio.
Genaro saca del bolsillo de la chaqueta un trozo de gasa y se la pasa por los bordes de la cuenca; una secreción amarillenta queda adherida al tejido. A pesar de todo Yerma lo observa a hurtadillas. Él acaba de limpiar el ojo con la misma gasa y se lo está poniendo. Luego se fija en la telilla, hace un gesto de asentimiento y se la vuelve a guardar. Yerma se arrepiente de haberse dejado llevar por su morbosa curiosidad y aparta los ojos de nuevo.
Acaba Oye como va y, cuando Orlando se pone a buscar El carnaval de la vida, se fija en el tipo bien trajeado que sale del hotel. Lleva en la mano izquierda un abultado maletín de color marrón y parece tener mucha prisa: «Azúcar», se dice. Hace una señal a los de atrás para llamar su atención; arranca y se dirige hacia él. Al llegar a su altura saca la cabeza por la ventanilla y le pregunta si necesita taxi.
Jaime no se puede creer la suerte que ha tenido y entra de una zancada. Busca en los bolsillos de la americana y cuando encuentra la cuartilla se la da al taxista.
—Voy aquí —su tono refleja su premura.
Orlando le echa una ojeada al papel y le pregunta por dónde quiere que vaya.
—Da igual…, tengo muchísima prisa.
Orlando dice que lo más rápido va a ser bajar por la Avenida Ciento Veintisiete, hasta la transversal Sesenta y Uno, seguir hasta la calle Ochenta y allí, dependiendo del tránsito, decidir.
Genaro baja el volumen de la emisora por la que ha llegado la voz de Orlando y mete el pie en el acelerador. Yerma, que ya ha terminado de comerse la chocolatina Jet, deja el envoltorio en el cenicero del coche y se ajusta la pistola; una Glock 37 del calibre .45.
Yerma usa dos armas. La Glock, que lleva a la cintura o en el bolso, dependiendo de las circunstancias, y un revólver Smith & Wesson del calibre .22 LR de cinco tiros, que por su pequeño tamaño guarda en el bolsillo de la chaqueta.
Jaime pregunta al taxista cuánto pueden tardar.
—Tal y como está el tránsito —responde mientras arranca—, y ahorita que se ha puesto a llover, una media hora.
—Tengo mucha prisa —repite Jaime.
—Se hará lo que se pueda, acá siempre a la orden.
Jaime se echa hacia atrás y cierra los ojos, el dolor de cabeza que lo ha acompañado desde su llegada a Bogotá se le está calmando gracias a los analgésicos que ha tomado antes de salir, aunque todavía se siente algo mareado. De repente se acuerda de que no ha llamado a Nuria y saca el móvil. Una voz femenina, con marcado acento suramericano, le informa de que no se puede establecer la comunicación; cuelga y lo intenta de nuevo con el mismo resultado. Orlando lo observa por el retrovisor.
—No se gaste, amigo, las lluvias han averiado las líneas y los celulares se llevan la peor parte.
—Ya…, muchas gracias.
—¿Español?
—Sí —responde Jaime; preguntándole a continuación por qué se ha dado cuenta.
—Tienen ustedes una manera inconfundible de dar las gracias. ¿La primera vez que viene a Bogotá?
—Sí.
—¿Y qué le parece?
—Lo poco que he visto me ha gustado mucho, la verdad que no me la esperaba así.
—A esta ciudad la llaman La Atenas de América.
—¡Ah! ¿Sí? No lo sabía.
—Acá hay mucha cultura —asegura Orlando.
El imponente estruendo que sigue al relámpago que acaba de restallar en el horizonte sobresalta a Jaime:
—¡Joder! —exclama.
Orlando esboza una sonrisa y comenta:
—Por acá decimos carajo.
—Pues carajo, entonces.
Orlando vuelve a sonreír, le cae bien el español. Y piensa en el recuerdo tan malo que se va a llevar.
La calle ha desaparecido tras una cortina gris y Jaime comenta:
—Qué manera de caer agua.
—Por ahí dicen que hasta que no se llega a Suramérica no se sabe lo que es llover.
—Pues va a ser verdad.
—¿Viene para muchos días? —pregunta Orlando al tiempo que gira en la calle Ochenta.
—Me voy mañana.
—¡Qué vaina! Se va a ir sin conocer nada —dice Orlando deteniéndose el tiempo justo para que se suban Yerma y Genaro.
Jaime, sorprendido, gira la cabeza a la izquierda y se encuentra con una mujer de pelo rubio y gafas oscuras; a la derecha tiene a un tipo de facciones desagradables, con el cráneo desplumado, una consistencia de elefante y que respira como un fuelle.
—¡No me mire y no lo mato! —farfulla Genaro dándole un codazo.
Jaime da un alarido y se lleva la mano al mentón, al verla cubierta de sangre pierde los estribos e intenta devolver el golpe. Con una agilidad que no se puede esperar de un hombre con esa constitución, Genaro lo esquiva y hunde el puño derecho en el vientre de Jaime; éste exhala un ahogado quejido y se encorva en busca de alivio.
—Tranquilícese —dice Yerma mientras le empuja la cabeza para que la meta entre las piernas.
A Jaime le sorprende la suavidad que ha empleado con él y se queda mirando sus pies. Lleva unos calcetines color pistacho y unas zapatillas deportivas de la marca Nike. El tipo calza unos horribles zapatos de rejilla, que en algún momento debieron de ser blancos, por donde se escapa, no le cabe duda, el hedor a pies que predomina en el ambiente.
De pronto le levantan el brazo derecho y le quitan el reloj que le regaló Marieta en la pedida de mano; un Bulgari de dieciocho mil cuatrocientos noventa y cinco euros. «¿Sabrán lo que se están llevando?», se pregunta.
—¿Lleva celular? —le pregunta ella.
—Sí lleva —responde Orlando por él.
—Démelo.
—Lo llevo en el bolsillo izquierdo de la chaqueta —responde Jaime en tono firme. Está asustado, pero hace todo lo posible para no perder la compostura.
Yerma le saca el móvil del bolsillo, lo apaga y comienza a registrarlo. Jaime cree que lo mejor va a ser mostrarse colaborador y dice que el dinero lo lleva en el bolsillo de dentro.
—¡Hable cuando se le pregunte, gonorrea! —escucha la voz del tipo acompañada de un pescozón que retumba en todo el habitáculo.
El guantazo lo impulsa hacia delante, se golpea en la nariz y comienza a sangrar. Se le saltan las lágrimas, no sabe si de dolor o de rabia por no poder responder. Y contiene su ira apretando los dientes hasta que le rechinan.
Yerma mete la mano en el bolsillo interior de la americana y saca la abultada cartera. Se sorprende al ver el fajo de billetes de cien dólares y le pregunta cuánto llevaba.
—Cinco mil dólares —responde Jaime, rogándole a Dios que se conformen con eso.
—Pero hermano —dice Orlando deteniendo el taxi en una zona despoblada—, ¿cómo se le ocurre salir a la rue con semejante platonón? Cuánta ignorancia —agrega mientras pone en marcha el reproductor de CD y comienza a sonar Maleta de sueños.
Yerma se guarda la cartera de Jaime en el bolsillo de su chaqueta. Una preciosa chaqueta de ante que se había dejado una argentina en el taxi y que Orlando le había regalado, convirtiéndose para ella poco menos que en un amuleto.
—Me presta la peinilla —dice Yerma con el maletín de Jaime encima de las piernas.
Orlando mete la mano debajo de su asiento y le pasa un machete Cast Steel de veintiséis pulgadas; su preferido.
Orlando lleva muy a gala pertenecer a esa casta de colombianos que se abrieron camino en la vida a punta de machete y no se separa de sus tradiciones. Sin embargo, es muy consciente de que pertenece a un país en el que, como suele decirse, quien buen arma tiene tranquilo va y tranquilo viene, y refuerza su defensa con un Smith & Wesson del .38 especial que siempre lleva encima.
Yerma agarra el machete por la hoja y revienta las cerraduras. Dentro encuentra un ordenador portátil, una pequeña máquina electrónica y cuatro paquetes de Marlboro. En el compartimiento de la tapa hay una cartera alargada de piel, la abre y saca el pasaporte y varias tarjetas de crédito. El pasaporte se lo da a Orlando y ella se pone a revisar las tarjetas.
—Acá tiene que haber mucha plata —dice ella con una Visa Platino y una American Express Oro en la mano.
Cuando Jaime escucha eso sabe que van a hacer todo lo posible para no conformarse con los cinco mil dólares y le falta frente para sudar.
—Ahorita telefoneo a Pastrana —dice Orlando mirando el pasaporte—. Se llama Jaime Ariza, tiene treinta y seis años, es de nacionalidad española, ha nacido en Pamplona y vive en Valdelagua… ¿Dónde está Valdelagua?
—A treinta kilómetros de Madrid por la carretera de Burgos —responde Jaime con voz ahogada a causa de la sangre que se le agolpa en la garganta.
—Así me gusta, que responda sólo cuando se le pregunte —farfulla Genaro pasándole la mano por la nuca.
Al sentir aquella mano, de una insólita suavidad, a Jaime se le eriza hasta el último vello de su cuerpo.
—No sé dónde está Burgos; Pamplona sí, por la vaina de los toros —dice Orlando que continúa revisando el pasaporte—. Lamentablemente —agrega— nos vemos obligados a requisarle sus documentos por si se le ocurre denunciarnos, y da igual que se vaya a España, tenemos amigos en todas partes que siempre te hacen el favorcito… ¿Está casado?
—Sí.
—¿Tiene hijos?
—Mi mujer está embarazada de siete meses —responde Jaime.
—Da igual, también liquidamos a las esposas embarazadas —y añade—: De todas maneras pórtese a la altura y verá cómo no le pasa nada malo. —Luego le pide a Yerma el celular.
Orlando baja la música, marca un número y espera unos instantes, sin mediar saludo dice que tiene una American Express Oro y una Visa Platino, da los números y corta. Pasados unos minutos suena el móvil, Orlando atiende la llamada y escucha en silencio, comenta que lo tienen ahí mismo y cuelga. Intercambia una mirada con Yerma llena de sobreentendidos y arranca.
—¿Dónde me llevan? —pregunta Jaime con un nudo en la garganta.
—Cierre la boca, ¡carajo! —farfulla Genaro dándole un puñetazo en el riñón.
Yerma lo recrimina con un movimiento de cabeza y Genaro le devuelve un gesto de menosprecio, ella se lo imagina aplastado por una locomotora y mira por la ventanilla. Ha dejado de llover y el cielo tiene ese azul cobalto que tanto le gusta. Baja el cristal y el aire fresco y limpio le da en la cara. Se quita las gafas y respira profundamente.
Tras la lluvia el ajetreo ha vuelto a la calle y se queda observando el paso de la gente. Se detienen en un semáforo y se fija en un niño, con unos vivaces ojos verdes, que va de la mano de una mujer de su edad. El niño, de apenas cinco años, se da cuenta de que lo miran y saca la lengua; cuando ella quiere devolverle el gesto cruzan y los pierde de vista. Yerma esboza un gesto fatalista y se queda pensando. De repente, como si hubiera tenido una revelación, clava los ojos en la nuca del español y así permanece hasta que un brusco frenazo la saca de su ensimismamiento.
Orlando acaba de detener el taxi frente a un portón metálico. A la izquierda hay una casucha cuyas dos únicas ventanas están protegidas por unas firmes rejas, y a la derecha un muro, rematado con agudos y gruesos cristales, que se une a la fachada de la casa contigua. Genaro se baja, abre el portón y Orlando mete el vehículo, luego cierra y se va calle abajo arrastrando su paquidérmica humanidad. Yerma sale del taxi y le hace una indicación a Jaime para que salga; está baldado a causa de los golpes y la postura y le cuesta.
—¿Qué quieren de mí? Ya les he dado todo lo que tenía —dice una vez fuera.
—Camine —ordena Yerma empujándolo por la espalda.
El interior de la casa está en consonancia con el exterior. Las paredes han perdido el color a causa de la humedad y en muchas partes asoma el muro, la mayoría de las baldosas están rotas y el cielo raso amenaza con desplomarse. Atraviesan una habitación en la que se encuentra una mesa con cuatro sillas, cruzan un corredor con el techo cuajado de nerviosas arañas zancudas y se detienen ante una puerta. Yerma la abre y le dice que pase. Jaime tiene la boca tan seca que el aire le raspa en la garganta y pide un poco de agua.
—Pase, ahora le traigo el agua y una cobija.
Jaime obedece y la puerta se cierra a sus espaldas. Unos segundos más tarde se enciende una bombilla cuya anémica luz deja en la sombra unas paredes ennegrecidas por el moho. El hedor a alcantarilla se le agarra a la garganta y lo obliga a carraspear. Recorre el cuartucho con la mirada y ve un camastro con un inmundo colchón de gomaespuma, una caja vacía de envases de bebida y dos tablas clavadas a la pared, que se imagina tapan una ventana.
Siente un escalofrío, se sube las solapas y al abotonarse la americana se da cuenta de que está manchada de sangre. Se toca el mentón, lo tiene hinchado y le duele, también le duele la nariz y el bajo vientre, la nuca le escuece a rabiar y nota un extraño hormigueo en el riñón derecho. Se busca el tabaco y sólo se encuentra el mechero, entonces recuerda que lo lleva en el maletín. Al cabo de un rato se abre la puerta y ella le da una manta y una botella de plástico con agua. Cuando se queda solo se pone la manta por encima de los hombros y se lleva el gollete a la boca. Da un buche, se enjuaga y escupe al suelo, luego da un largo trago y deja la botella sobre la caja de envases. Saca del bolsillo de la americana un paquete de pañuelos de papel, moja uno y se limpia la sangre reseca de la nariz y la barbilla. Se acerca a las tablas e intenta ver a través de la abertura, no ve nada, se dirige al camastro y al ir a sentarse oye, en la lejanía, los broncos ladridos de un perro que le recuerdan a los de Braulio. Ha estado jugando con él apenas hace unas horas y ya le parece un recuerdo lejano…

Se había levantado antes del amanecer, harto de dar vueltas en la cama, y mientras observaba los movimientos del perro alrededor de la piscina pensaba en el viaje. Cada vez que tenía que subirse a un avión imaginaba a sus padres en el momento del accidente y la ansiedad le impedía conciliar el sueño. Braulio salió corriendo detrás de una paloma torcaz y él, para apartar los fantasmas de su mente, volvió a pensar en su divorcio… Y la alegría que se iba a llevar su suegro en cuanto se enterara. Quizá quien le pusiera algún impedimento, sólo por fastidiar, fuera la propia Marieta, pero ya se las arreglaría su padre para hacerla cambiar de opinión. Esperaría a que naciera el niño y mientras tanto se decidiría por una de las empresas en las que le habían aceptado el currículo… Braulio regresó con el rabo entre las patas pero enseguida reincidió saliendo detrás de una pareja de urracas. Clavó la mirada en el horizonte e intentó dejar la mente en blanco. Cuando el tinte lechoso del amanecer comenzó a alejar las estrellas inspiró profundamente y regresó al dormitorio. Marieta había cambiado de postura y estaba boca arriba, observó su pronunciada barriga, tratando de imaginarse cómo sería su hijo, y luego la miró a la cara, movió la cabeza de un lado a otro y salió. Al abrir la puerta de la calle Braulio estaba allí meneando el rabo, se restregó contra su pierna derecha y él le dio los buenos días manoseándole el cuello, luego se sentó a la mesa del porche. El verano se había adelantado y a pesar de la hora hacía buena temperatura. Encendió un Marlboro, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para recibir en la cara los primeros rayos del sol. Al rato oyó trastear en la cocina y se levantó, le dijo a la chica que le sirviera el desayuno en el jardín y subió a ducharse. Un cuarto de hora más tarde bajó con el ordenador debajo del brazo, lo encendió y mientras se cargaba se llevó la taza a los labios. Seis meses atrás se habían presentado a una licitación para renovar la electrónica de veinte aviones C-202 de segunda mano, que el Gobierno de España había vendido al de Colombia, y habían ganado. El negocio ascendía a siete millones de euros y era el más importante que se había hecho desde que trabajaba allí. Pinchó en la carpeta «Trabajo», y repasó, por enésima vez, los términos de la operación. También volvió a leer el e-mail en el que el General citaba en su despacho de Bogotá a un representante de la empresa, el jueves diez de mayo a las cinco menos cuarto, para perfilar algunos detalles. Apartó la vista de la pantalla y la dirigió hacia la cocina. Marieta le estaba echando la bronca a la chica porque el agua de la manzanilla estaba caliente, luego se la echó porque estaba fría y finalmente porque le faltaba la rodaja de limón.
—Esta inútil no sabe hacer ni una manzanilla —dijo sentándose frente a su marido—. Y tú haz el favor de no fumar delante de mí, ¿o es que aún no te has enterado de que estoy embarazada?
Jaime aplastó el cigarro en el cenicero y mientras cogía la taza miró fugazmente aquellos extraños ojos que tanto le habían impresionado cuando se conocieron.
Fue durante la fiesta que se dio por el veinticinco aniversario de la empresa; de eso hacía tres años. Llevaba siete meses trabajando allí y aún no conocía a doña Emma, la mujer de don Enrique, y a sus tres hijas, a las que Alfonso apodaba las Ferrero Rocher porque decía que eran la máxima expresión del buen gusto. Sin embargo, la palma se la llevaba Marieta, la mayor, veinticuatro años, un metro setenta y tres metido en una talla treinta y ocho, una sedosa cabellera dorada que le caía por debajo de los hombros y unos rasgados ojos traslúcidos de color verde grisáceo que irradiaban una mezcla de astucia y malicia. A última hora Marieta se le acercó y le dijo que la invitara a cenar. Entusiasmado porque la hija del jefe se hubiera fijado en él, la llevó a El Chaflán; después se fueron a tomar una copa al Palacio de Gaviria y acabaron la noche en el Arena. Bien entrada la madrugada la dejó a la puerta de su casa. Ella lo despidió besándolo fugazmente en los labios y dándole las gracias por una noche maravillosa. El sábado siguiente Marieta lo invitó a comer al Real Club de la Puerta de Hierro. Mientras estaban en la terraza tomando un aperitivo, apareció por una esquina un polista, alto, de constitución nervuda y con la rizada cabellera negra aplastada por la gomina. Al verlos se le contrajo el rostro y descargó sobre él una mirada llena de envidia y rencor. El lunes a primera hora don Enrique lo llamó a su despacho y en tono glacial le dijo que si quería seguir en la compañía no volviera a acercarse a su hija.
—Me voy a clase de parto sin dolor —dijo Marieta poniéndose en pie—, no me esperes para comer.
Él, todavía con la taza a medio camino, dijo:
—Esta noche me voy a Bogotá y…
—Que tengas buen viaje —le cortó en seco.
Tras pasar el resto de la mañana haciendo la maleta y paseando con Braulio por el bosque de alcornoques que circundaba la propiedad, comió y después llamó a Nuria para decirle que iba para allá.
Cuando llegó a Lambda aún había una mesa ocupada por cuatro mujeres, entre las que se encontraba una antigua novia de Nuria. La saludó con una sonrisa y ella le correspondió con un ademán. Luego besó a Nuria y se sentó a una mesa. Ella le puso una taza de café y, mirando al grupo, dijo que no iban a tardar en irse. Al rato pagaron y se fueron.
—¿Cuándo vuelves? —preguntó Nuria sentándose frente a él con una taza de café en una mano y un bote con vainilla en polvo en la otra.
—El sábado.
—Qué paliza —dijo ella espolvoreando la vainilla sobre la negra superficie.
—Sí, pero mañana por la tarde tengo la reunión con el General y él sale al día siguiente para los Estados Unidos. ¿Qué hago yo solo en Bogotá?
—Llámame.
—En cuanto llegue.
—¿A qué hotel vas?
—A La Fontana, te he traído el número —y le dio un papelito.
—Ten mucho cuidado por Dios…
—Tranquila.
—No me gusta nada lo que he leído sobre Colombia. Tiene que ser un país terrible; inseguridad ciudadana, secuestros, guerrilla, narcotráfico…
—Tranquila —repitió poniéndose en pie—. Me tengo que ir, ¿comemos el sábado por mi cumpleaños? El domingo no voy a poder, mi suegra quiere hacer una comida.
—Claro, treinta y siete ya —dijo ella pasándole cariñosamente la mano por la cara.
—Vas a buscarme al aeropuerto y luego nos vamos. ¿Dónde quieres comer?
—Ya me lo pensaré… Espera un momento —y se dirigió a la oficina. Un par de minutos más tarde salió con un paquete envuelto para regalo—. Toma.
—¿Y esto?
—Por tu cumpleaños, pensaba dártelo a la vuelta, pero así te entretienes en el viaje.
Al ver lo que era se le iluminó la cara.
—Una PDA…, y con GPS con tecnología GSM SIRF STAR III, muchas gracias —dijo abrazándola.
—Me han dicho que es lo último de lo último —aseguró ella.
—Voy a meter tu número de móvil en el localizador GSM para que sepas por dónde ando —dijo con los ojos puestos en la PDA.
—Pues sí, menuda pesadez —dijo ella sonriendo—. ¿Quieres que te lleve al aeropuerto? —preguntó camino de la puerta.
—No hace falta.
—¿Seguro?
—Seguro —afirmó.
Al llegar a casa se puso a configurar la PDA tal y como le había dicho a Nuria. A las ocho escuchó el claxon del taxi que había pedido, cogió la maleta y el maletín, se despidió de la chica y salió para el aeropuerto de Barajas camino de Bogotá.

Jaime aguza el oído, se pone en pie y de dos zancadas llega a la puerta, le ha parecido oír el tono que tiene asignado a Nuria, y pega la oreja a la puerta; efectivamente es así. A falta de reloj calcula que serán las siete, las dos de la mañana en España. El móvil deja de sonar y regresa al camastro. Tiembla de los pies a cabeza y se le ha hecho un nudo en el estómago que lo está sofocando. La lluvia ha vuelto y el agua comienza a resbalar por debajo de las tablas. Se tumba y se arrebuja con la manta intentando cerrar el olfato al apestoso olor que lo rodea. Los párpados empiezan a pesarle y los cierra sólo con la intención de relajarse, tiene miedo a quedarse dormido; no obstante, no tarda mucho en que el desfallecimiento lo derrote y entra en un duermevela.

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Comentarios

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  • DoMMiNNo dice:

    Ahora que tengo tiempo para leer un poco, ya me dejarás el libro a ver que tal

  • Devil dice:

    Ya le buscaré datos (o mándamelos si los tienens a mano) y le hago una fichita en lectura a fondo.

  • Devil dice:

    He subido a Lectura a Fondo el libro, podeis verlo aquí:

    Ver Ficha en Lectura a Fondo

  • CeLSuM dice:

    Bueno pues yo ya me he leído el libro y me ha gustado mucho. Aprovechando que Devil ya ha incluído a nuestra base de datos no sólo este libro sino también «El narco consorte» intentaré hacer un comentario lo mejor que pueda.

    Salu2

  • Juanmi dice:

    Gracias Devil !!!